René Houseman fue el símbolo de una época perdida. Ni del todo príncipe ni del todo mendigo, el Hueso, que habría interpretado mejor un personaje de Fontanarrosa o Soriano antes que a los de Mark Twain, ponía y aún pone en jaque el recelo de los detractores de la vieja Buenos Aires, esa ciudad de picados de fútbol en las calles, de almaceneros que fiaban sin pensarlo dos veces y de clubes que reunían a los vecinos entre pelotas, música y cartones de bingo. Así, en blanco y negro, sin lujos, el cáncer de lengua logró robarle la pelota, pero no sin permitirle una última gracia: para partir, eligió un día 22.
El Loco se hizo conocido a fuerza de gambetas, pero, además de cinturas rivales, quebró todos los esquemas que pudo. Tocó el cielo con las manos, pero prefirió quedarse con los pies sobre la tierra. Si había barro, mejor. Mientras el retiro recibió a los campeones del mundo del 78 con oportunidades de todo tipo, él enganchó a medio camino y encaró solito hacia los brazos de su gente. Nunca necesitó más que eso. Y los del otro lado tampoco necesitaron más que su compañía. Como en la cancha, estar rodeado de muchos en un espacio pequeño era su zona de confort.
Tan mundano y atípico fue como ídolo que se ganó la adoración de la gente de Huracán y de Excursionistas en igual medida. En estas épocas en las que el sentido de pertenencia se construye menos por la identidad propia que por las diferencias con el otro, Houseman se calzaba la remera de bastones verdes los sábados y la blanca con el globo los domingos. Fue el único caso de ‘doble camiseta’ avalado por las tribunas argentinas, que suelen reservar los colmillos afilados para esas situaciones. Ni siquiera el cinismo del destino, que enfrentó a quemeros y villeros en una competencia de eliminación directa, le arrebató el cariño de ambas hinchadas.
Como ningún otro, René fue sinónimo de alegría en el mundo del fútbol. Como si un ideal platónico de jugador entrañable, habilidoso y humilde se hubiera personificado en el cuerpo desgarbado de una persona despojada de manías modernas y cargada de vicios antiguos. Sin proponérselo, se distinguió de todos por elegir el partidito con amigos en un terreno sin pasto y pedregoso antes que los escenarios gigantes de acero y hormigón de las grandes ligas. Esa esencia inocentona, barrial y melancólica de Houseman, al que hoy despiden desde los que ya ni peinan canas hasta los millennials y la generación Z, se celebrará en cada reconocimiento de los que lo evocan como lo que, ahora inmortal, sigue siendo, el símbolo de una época perdida.
Foto: Archivo Clarín
Dejanos tu comentario: