Fue un romance que nació malparido. Esa segunda mano de color rosa con la que se pintó la supuesta historia de amor entre Huracán y Antonio Mohamed completó la máscara que tapó la verdadera cara del nuevo devaneo: descarte, disponibilidad y urgencia. El plantón de Gustavo Alfaro había dejado herido al Globo, que encontró a una ex pareja libre, revoloteando por el barrio. Lo que se vendió como un amorío con el elegido, como la era de la lealtad, fue un manotazo para curar un corazón roto y no padecer lo que sería una escueta pretemporada y un temprano comienzo de año.
Pero las relaciones no perduran cuando se construyen por los motivos equivocados. Y hacen daño. El cuarto ciclo de Mohamed como entrenador de la institución, que culminó tras la caída ante Emelec en el Palació Ducó y la confirmación matemática de la eliminación del equipo de la Copa Libertadores, fue tóxica. Le hizo mal a Huracán, que perdió prestigio, dinero y se quedó muy lejos de sus metas deportivas. Le hizo mal al Turco, silbado e insultado por la mayoría del pueblo quemero antes, durante y después de su dilatada, dilatadísima renuncia. Y le hizo mal a los y las hinchas, a los y las socios, que fueron espectadores de lujo de cómo se desmoronó un equipo -y los sueños de ganar cosas importantes- en unos pocos meses.
«Lo primero de todo es pedirle disculpas al Presidente y la directiva», dijo Mohamed en la conferencia de prensa post derrota. Sin desearlo ni buscarlo, señaló a la otra gran responsable del presente del club: la dirigencia. Al ex DT se le pueden reprochar planteos, cambios, manejos, formas y hasta declaraciones. También, por supuesto, la indefendible decisión de estirar su conducción técnica a costa de perder y quedar afuera de todas las competencias disputadas. Pero la Comisión Directiva no quedó libre de pecado: esclava de su eslogan, no cortó a tiempo el contrato con el entrenador y permitió que acentuara el enorme daño que le hizo al club con su incapacidad y ganas de aferrarse al cargo.
Nadie pensó en Huracán. No lo hizo la dirigencia, por orgullo quizás, al no echar a un entrenador que no solo no pudo sostener lo construido hasta diciembre, sino que rompió las bases de un equipo que se había olvidado del promedio y ya no miraba para abajo en la tabla. No lo hizo el entrenador, quizás también por orgullo, por querer sacarse finalmente la espina de ser parte del club ‘en las buenas’. Ese egoísmo y egocentrismo de la conducción trazó un camino que llegó hasta el plantel profesional: tampoco Lucas Barrios pensó en Huracán, al considerar más la tapa del diario del día siguiente que la efectiva ejecución de un penal que lo inmortalizó como villano en Parque Patricios.
Al Globo todavía le queda una bala de plata: la Copa Argentina. La denominada competencia más federal es la única que queda por disputar hasta el inicio de una nueva Superliga, en agosto, luego de la Copa América. Tras un semestre marcado a fuego por el fracaso y el resquebrajamiento permanente de la relación entre el club y un antiguo ídolo, el certamen que se consiguió en 2014 asoma como posibilidad de redención, como chance para retomar el camino correcto, como oportunidad para construir una relación sólida con un entrenador indicado.
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